Resumen:
"Para saltar las vallas que la tecnología digital le ha ido colocando, la industria debe encontrar una forma de hacer dinero vendiendo el servicio de descarga de canciones una por una, permitir copiar el CD en la propia tienda, reducir los costes de grabación con software y hardware barato y cambiar los contratos de los artistas para reflejar la nueva realidad económica. Llevar a cabo cualquiera de estas medidas parece a priori imposible... realizar todas ellas constituiría uno de los más deslumbrantes giros copernicanos en las historia de los negocios."
Pero esto no bastará. Para sobrevivir, la industria necesitará activar la ayuda de unos amigos que no tiene. Los sellos pueden ser capaces de matar KAZAA, pero no serán capaces de acabar con sistemas aún más descentralizados como GNUTELLA sin ayuda de proveedores de servicio de Internet, operadores de cable y compañías telefónicas. Todos sus esfuerzos para obtener protección para los CDs similar a la de los DVDs depende en último término de la buena voluntad de los fabricantes de hardware, así como de Capitol Hill. Los servicios de suscripción online se irán a pique sin la cooperación de intérpretes, compositores y tiendas de discos.
Más o menos acertadamente, las compañías discográficas son detestadas por los políticos (les acusan de corromper a la juventud), por webcasters (en tanto en cuanto les reclaman continuamente royalties) y por sus propios clientes (debido a su tendencia a inflar los precios). Es conocido el aborrecimiento que músicos y los compositores muestran hacia las compañías y muchos se han resistido a ceder la licencia de sus canciones a MusciNet o a pressplay. (Ambas se encuentran bajo investigación por posibles violaciones antitrust.) Tampoco la radio ni la MTV están dispuestos a apoyar gratuitamente a la Industria; los sellos, a través de programas de “promoción independiente”, efectivamente tienen que pagarles para trasmitir su música. Y la actitud de la industria de la electrónica con respecto a los sellos se resume en el slogan de Apple: “Rip. Mix. Burn” (“Rompe. Mezcla. Copia”). Lo cual, según me dijo una vez un ejecutivo de la música, se puede traducir en “Que os jodan, sellos discográficos”.
Incluso los amos del negocio de la música han sido derribados. Hasta la década de los 80, la mayoría de los sellos estaban controlados por excéntricos y a veces desalmados empresarios que habían ligado directamente sus vidas a la venta de albums. En las dos últimas décadas, cada gran sello importante ha sido absorbido por uno de los 5 grandes grupos: Universal, Warner, Sony, BMG y EMI; entre todos ellos controlan el 75% de las ventas globales de música grabada. A pesar de su dominio, sin embargo, las majors no son más que meros ducados en enormes imperios mediáticos que tienen otras prioridades, a veces incluso en conflicto con las necesidades de las discográficas.
Y, lo que es peor, en una época que está pidiendo a gritos una forma valiente de pensar, la industria musical, otrora jurisdicción por excelencia de empresarios ávidos de asumir riesgos, está cada vez más en manos de “contadores de judías” centrados en la supervivencia a corto plazo. Demasiado a menudo, en vez de afrontar los problemas, los esquivan y se limitan a tirar de abogados y de cuenta corriente, rehuyendo de esta forma su propia responsabilidad.
¿Por qué, entonces, cuando la mayoría de las industrias está usando tecnologías para disminuir costes, Michael Jackson pasa facturas de estudio de 30 millones de dólares? O, mejor dicho, ¿por qué Sony se lo permite? Protección de carrera. Al usar los productores y estudios de grabación más de moda los ejecutivos puede desvincularse del posible fracaso (“Contratamos a los “Neptunes”; ¿qué más podíamos haber hecho?”) y alejar así el miedo de que los artistas les culpen (“Ese tema de Violeta Parra hubiera mejorado el album, pero los “Suits” no querían desembolsar los 50.000 dólares necesarios para poderla interpretar”). Dado que los costes se facturan contra los músicos, hay poco incentivo para ahorrar dinero.
Durante años, el camino más seguro hacia el éxito en el negocio de la música ha sido cazar el mercado de adolescentes. Pero al ignorar a los artistas medios de larga carrera para favorecer las últimas modas, los sellos pueden haber perdido el contacto con amplios estratos de la sociedad.
Por último, Timothy me sugirió aquella noche que la industria, tal cual la conocemos, podría desaparecer no tanto a causa de la tecnología, sino porque a pocos aficionados mayores de 30 les importaría lo más mínimo si así fuese. “No puedo creer que el negocio en el que he dedicado mi vida pueda estar a punto de desaparecer”, me dijo. “Y también me resulta difícil creer que esté ocurriendo tan rápido.”
Si la industria se derrumbase, según él predijo, ¿esto redundaría en un beneficio para artistas y aficionados? Tras una transición brutalmente difícil músicos y aficionados sí se beneficiarían. Puede que la maquinaria de fabricación de estrellas se vaya a desmoronar, pero la gente seguirá pagando por la música, ya sea por oírla en directo, o por tener descargar canciones lícitamente (siempre y cuando medie un precio competitivo.) Eche un vistazo a los circuitos de gospel o de bluegrass, que ofrecen largas carreras y vidas de clase media a algunos de los mejores intérpretes norteamericanos. Fíjese en los grupos techno que están ganando audiencia al vender su música a los publicistas. Y no pierdan de vista artistas como Phish, Prince o Wonderlick, que están intentando usar Internet para tratar llegar directamente a sus fans eliminando al “hombre de en medio”.
Cuando hice estas tres sugerencias a Timothy, un escéptico habitual sobre la industria discográfica, él no estaba demasiado convencido: no creía que la gente con la que hablaba a diario estuviese preparada para una revolución. “Podría ocurrir”, le argüí. Me palmoteó el hombro agradablemente. “En todo caso”, le dije, “estamos a punto de descubrirlo”.
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